lunes, 18 de octubre de 2010

Lisandro

Prensa Libre, 3 de Septiembre de 2010

Sus ojos luminosos me asaltaron de pronto desde el monitor de mi computadora. No lo conocí, nunca escuché su nombre, pudo ser uno más de los artistas asesinados, uno más de los promotores de cultura y de justicia social, alguien por quien no tendría por qué sentir más que lo sentido por otros cientos de mártires en esta orgía de muerte en la cual estamos todos inmersos.
Pero su mirada limpia e inteligente, esa sonrisa franca de quien camina por la vida dando y creando, me llegó muy hondo. De pronto el blindaje se resquebrajó por una esquina y comprendí la dimensión de su pérdida, el enorme vacío que el joven maestro kakchiquel Leonardo Lisandro Guarcax dejaría entre quienes le rodeaban. Y también me dolió la crueldad excesiva de su tortura, porque la inclemencia de sus asesinos revela la perversión de su estrategia.
Acallar el pensamiento, destruir todo intento de consolidación de la cultura y divulgación de las ideas ha sido, desde los inicios de la Humanidad, una de las herramientas más efectivas para esclavizar a las sociedades. Por lo tanto, quienes pretendan alimentar las mentes de otros y estimularlas para sacar los tesoros escondidos, representan un peligro y deben ser perseguidos, estigmatizados, silenciados no importa cómo.
Quizás Lisandro sabía lo que le esperaba. Antes asesinaron a Ernesto y a Carlos Emilio Guarcax, culpables también de trabajar en la investigación y divulgación del arte maya desde el Centro Cultural Sotz’il Jay, en Sololá.
Este nuevo machetazo a la cultura y al arte se suma a los atentados contra los ambientalistas, contra los defensores de derechos humanos, contra quien intente enderezar la ruta torcida de la justicia.
El asesinato de Lisandro es uno más de entre miles que se cometen cada año. Esto ha creado una especie de síndrome de insensibilidad por sobredosis, provocando en la ciudadanía un bloqueo mental ante la muerte de los demás.
Los cadáveres se acumulan y ya no tenemos tiempo ni energía para reaccionar ante ese dolor, ante esa tragedia nuestra y de otros.
Sin embargo, a veces se despierta esa cólera inmensa ante la injusticia y la impunidad; sobre todo por la pasividad de un sistema transformado en el perfecto instrumento del crimen organizado. Un dato para la prensa sensacionalista: la foto que me hizo reaccionar, la que me conmovió tan profundamente, no mostraba a un cadáver descuartizado. Era la imagen de un hombre de sonrisa luminosa, ojos inteligentes, un ser humano vivo con el espíritu a flor de piel.

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