domingo, 20 de marzo de 2011

El grupo Sotz’il en escena

Por Carol Zardetto

No podía dejar de asombrarme de lo mucho que han cambiado [las cosas en Guatemala].

Eran los años setenta. Muchachos citadinos, universitarios o profesionales, se adentraban en un territorio tan desconocido que muy bien habría podido ser extraterrestre: las montañas de Guatemala. Allí se encontraban por vez primera con los indígenas de este país para verlos, no como paisaje, no como mozos o empleadas domésticas, sino como compañeros de una loca aventura: cambiar las estructuras sociales del país a fin de construir una Nación que pudiera incluirnos a todos.

A través de las múltiples narraciones que ha producido esta épica, conocemos que los habitantes indígenas de aquellas aldeas vivían por aquellos años sumidos en un gran aislamiento. No hablaban “castilla”, salvo ocasiones especiales, no bajaban de su aldea, muchas veces no sabían que pertenecían a una etnia (Kaqchiquel, Tz’utujil, K’iche’) y menos aún que eran parte de un país llamado Guatemala. Hablar de educación formal era realmente impensable. Su vida estaba dedicada a sobrevivir dentro de los confines de su estrecho universo, salvo, por supuesto, cuando eran arriados a los camiones del Ejército, o debido a las migraciones para cumplir con el trabajo estacional en las grandes fincas. Ambas circunstancias no eran felices, pero quizá eran los únicos miradores que podían abrirse para “ver el mundo”.


A veces nos parece que las cosas han cambiado poco en Guatemala. Sin embargo, la otra noche, mientras me dejaba absorber por la magia del grupo Sotz’il en la representación de su obra más reciente Oxlajuj B’aqtun, no podía dejar de asombrarme de lo mucho que han cambiado. Aquí teníamos, como parte de un prestigioso festival cultural, a un grupo cuya expresión artística es tan auténtica que ni se nos pasa por la cabeza que pudiera ser “folclórica” o condescendiente con la cultura occidental. Nuestra mente, acostumbrada a otros patrones estéticos o narrativas trilladas, se pierde y, entonces, caemos de lleno en la magia visual y auditiva que nos ofrece el grupo. Poco a poco nos sentimos aterrizar en un mundo distinto a donde somos convocados como extranjeros, apenas invitados. Curioso lugar para nosotros, los predominantes y prepotentes dictadores de la cultura en este país. Así, rotas las barreras que nos limitan, finalmente podemos ver al otro que hemos invisibilizado secularmente. Nuestro compañero de patria. Ese otro indígena al que hemos pensado que sería mejor convertir a nuestra cultura, como si no tuviese la propia: rica, poderosa, sabia y plena de regalos que aportar a un proyecto de Nación incluyente.
Quería expresar mi respeto y desear bendiciones al grupo Sotz’il en su camino. Que su andar sirva para construir en este país tan complejo un lugar de existencia para su arte, su cultura y el sentir de su pueblo y que también sirva para materializar ese ideal de Nación multicultural que aún aguarda nuestro empeño.

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