Para
muchos, el arte contemporáneo se refiere a una forma específica de hacer arte,
a una estética o un mercado. O podría haber continuado siendo por algún tiempo “arte
moderno producido por nuestros contemporáneos”. No obstante esa forma de
pensamiento dejó de ser satisfactoria. Este ensayo, cuyo título toma como
referencia la performance de Joseph Beuys “Cómo explicar el arte a una liebre
muerta” (Dusseldorf, 1965) y cuyas premisas parten de la 19 Bienal de Arte
Paiz, se pregunta, entre otras cosas, qué significa ser un artista
contemporáneo en Guatemala.
Por Rosina Cazali extraído de El Periódico Guatemala.
La semana pasada un grupo de
personas, principalmente jóvenes, relacionados con la cultura, acaparó la
atención en las redes sociales. Sobre sus muros de Facebook subieron fotografías
en las que aparecían replicando el gesto del expresidente Jacobo Árbenz al
momento de ser obligado a desnudarse en el aeropuerto antes de partir al
exilio. Sesenta años después, con una camisa abierta y la mirada hacia el
pasado, esta acción colectiva traía de vuelta las palabras de Cardoza y Aragón:
“Pienso en Árbenz, nos habían derrotado, lo habían vejado en el aeropuerto de
Guatemala, en él nos habían vejado a todos los guatemaltecos”.
La iniciativa de Martín Díaz
Valdez, con el apoyo de Alejandro Anzueto, se transformó de inmediato en algo
viral, en un gesto generacional que la curadora Edna Sandoval describe de la
siguiente manera: “Y mi generación tiene esa brecha. Esa que nos permite
alienarnos fácilmente de la historia que ataca a nuestros antepasados,
ancestros y origen. Tiene la facilidad de diezmar la información que ya viene
cuarteada y tomar juicios con muy poco y siguiendo a las masas más mediáticas.
Mi generación tiene la facilidad de negar con la cabeza, con la rotunda
respuesta de desapego, alegando que la memoria histórica es solo un relato
heredado que no afecta nuestras circunstancias inmediatas”. La carga simbólica
era evidente. En ningún lugar está escrito pero es imposible pasar por alto lo
mucho que esa acción se parece a una… ¿performance? En realidad no creo que a los
protagonistas del proyecto les importe establecer de manera tajante las
distinciones, pero es un hecho que a muchos se nos antojó llamarlo arte
contemporáneo. Tal vez porque las fronteras del arte han dejado de ser
precisas. Tal vez porque actualmente resulta innecesario diferenciar entre el
estatuto político de un gesto colectivo y el carácter paradójico de los fenómenos
culturales contemporáneos. Tal vez por todo lo anterior y porque, en las últimas
semanas, la idea del arte contemporáneo pasó de ser un motivo de reclamos a un
tema que necesita ser pensado desde este contexto con urgencia.
Qué diablos es
el arte contemporáneo
Ante todo, qué puede significar
nombrarse artista contemporáneo en Guatemala. Desde ahí podemos llegar a
comprender el origen de ciertos prejuicios, estereotipos e incluso
manifestaciones hostiles que se vierten contra todo lo que se enuncia como
manifestación de actualidad. En lo que se refiere a nuestro contexto, yo creo
que estos se han venido elaborando sistemáticamente en las últimas dos décadas,
principalmente en contra de experiencias locales que se inclinan a la
experimentación, lo intangible o el conceptualismo. Sin embargo, cuando tenemos
ante nuestros ojos proyectos tan sólidos como los presentados en la 19 Bienal
de Arte Paiz, cuando nos percatamos de la movilidad que tienen muchos artistas
en el exterior, del rico panorama que se gesta actualmente en el altiplano
(Totonicapán, Quetzaltenango, Comalapa o San Pedro La Laguna), de la demanda
cada vez más amplia de los jóvenes por espacios para exponer o aprender arte a
pesar del inusitado vacío estatal, siempre en contra de la cultura y el arte,
es más urgente revisar nuestras historias pasadas y recientes. Desde los
festivales de Arte Urbano, pasando por Octubre Azul y la amplia plataforma para
el arte que proveyó el Centro Cultural de España, hasta proyectos recientes
como Kamin en Comalapa, Sótano 1 o manifestaciones eclécticas como Se Alquila,
los últimos dieciseis años han sido de batallas ganadas, de descubrir que el
arte puede ser cualquier cosa menos lo que nos habían dicho que debía ser. Sin
embargo siempre emerge la duda: ¿podemos ser contemporáneos sin haber sido
modernos?
Como explicó con vehemencia
Arthur Danto en su conocido libro Después del fin del arte, la distinción entre
lo moderno y lo contemporáneo no se esclareció hasta los años setenta y
ochenta. El arte contemporáneo podría haber continuado siendo por algún tiempo “el
arte moderno producido por nuestros contemporáneos”. No obstante esa forma de
pensamiento dejó de ser satisfactoria y hasta se hizo evidente la necesidad de
crear un nuevo término como lo fue posmoderno. Pero hoy la idea de arte
contemporáneo se asume con mayor fluidez. El término parece convocar los
acuerdos de “lo que puede ser” lo contemporáneo en el arte tanto como las
paradojas temporales que provoca su mismo nombre. Para comenzar podríamos hacer
un esfuerzo por responder las siguientes preguntas: ¿existe un arte específicamente
contemporáneo? Cuando se dice arte contemporáneo, ¿nos referimos a un giro estético,
filosófico, epistemológico que inaugura un tiempo completamente nuevo? ¿O
sucede que, simplemente, la palabra se ha puesto de moda? Estas y otras
preguntas fueron lanzadas hace poco por la crítica e historiadora del arte Andrea
Giunta. Para mí las inquietudes de Andrea coinciden con mi propia inquietud. A
principios del mes de mayo del presente año, el Museo de Arte y Diseño
Contemporáneo (MADC), en San José, Costa Rica, me pidió dirigir un simposio que
partía de una pregunta: “¿cuándo fue el día que nos hicimos contemporáneos?”.
La pregunta se formuló con una carga irónica. Esta sugería la desautorización
que se nos ha impuesto o incluso que nos autoimponemos para pensarnos contemporáneos
desde sociedades como las nuestras. Una de las conclusiones más reveladoras y
consensuadas entre los participantes tenía que ver con la misma dificultad de
trascender la mirada histórica. Nos cuesta concentrarnos en el estudio de las
tensiones conceptuales que el tema despierta. La historia, nuestras historias,
registran sistemáticamente los itinerarios de los proyectos donde se han
gestado las intensiones y aspiraciones de modernidad y contemporaneidad en el
arte, sus logros y sus obras. Pero una reflexión sobre las matrices de percepción
que dominan y esculpen nuestros aprecios o nuestros rechazos sobre las formas
de arte más recientes siempre es un pendiente. La dificultad radica en la misma
temporalidad del tema. Es casi imposible tomar distancia de lo que está
sucediendo ahora pero desde este texto voy a tomar el riesgo.
En un plano muy general, lo que
es evidente es que el término contemporáneo se ha generalizado y parece solo
estar de moda. En los nuevos museos “contemporáneo ha remplazado a moderno”, en
el plano del consumo de productos culturales la idea de contemporáneo se
vincula al uso de tecnologías, formas de diseño, arquitecturas o formas de
vestir. La palabra acompaña nombres de revistas, define formas de viajar,
comer, beber o de habitar un hotel. Objetos utilitarios como los electrodomésticos
se hacen trascendentes en la línea de lo contemporáneo y las galerías de arte
que se enuncian con la palabra contemporáneo reconocen el poder del término.
Este se asocia de inmediato a un pujante mercado que, en los últimos años, se
desarrolla a través de ferias de arte, subastas, coleccionismos y un abanico
muy amplio de eventos relacionados con el entretenimiento. En el orden del
mundo del arte, la palabra contemporáneo parece estar dirigida a atender un
nuevo gusto, a delimitar una serie de dinámicas y estéticas que connotan una
forma de hacer arte exclusivo para conocedores, para un sector joven y
atrevido, denota lo vanguardista y nombra algo que ha superado lo moderno. Sin
embargo, en un país como Guatemala, donde la idea de modernidad no es palpable
en el uso común de los hablantes, la palabra “contemporáneo” parece estar
destinada a producir dudas y rechazos, como algo para “tomarnos el pelo”.
Incluso suele despertar -como el dinosaurio de Monterroso- el ya viejo reclamo
de lo que nos pertenece o nos representa. Pero, ¿qué es lo que supuestamente
nos representa con exclusividad? ¿Acaso solo puede identificarnos la pintura de
paisaje o las artesanías? ¿Por qué no pueden ser de manera simultánea una
pintura de paisaje, las artesanías y una obra que nos invita a pensar de manera
distinta sobre la pintura y, al mismo tiempo, sobre la alarmante contaminación
del lago de Amatitlán?
Ethos barroco
La pintura, de hecho, es uno de
los medios más permeables para ilustrar esta crítica. La pintura, como medio clásico
y representación máxima de los valores plásticos y las bellas artes,
actualmente es un significante en disputa. Se dice de manera ligera que la
pintura ha muerto pero nada más lejos de la verdad. Además de ser una práctica
ininterrumpida, la pintura siempre subyace como referente imprescindible en
toda reflexión sobre el arte, sus límites y su trascendencia. Tal vez lo que se
encuentra en el centro de ese reclamo radica en un “ethos barroco”. Déjenme
aplicar este término que tomo prestado (e incluso resemantizo con descaro) de
Bolívar Echeverría, para intentar desentrañar dónde se encuentra la raíz de ese
prejuicio. No es un secreto que, desde la época de la colonia, nuestra
subjetividad se encuentra permeada por la dimensión de lo barroco y lo
suntuario de sus manifestaciones artísticas y religiosas. Ese ethos barroco,
resultado de una historia fundacional, basada en la devastación, los despojos,
las imposiciones y los pillajes culturales, se traduce actualmente en algo para
contemplar a distancia, sumido en su horror vacui, sin posibilidad de ser
cuestionado o de interactuar con él. Esto indica que, cuando se piensa en el
arte, este solo puede ser un producto de la maestría y la genialidad. Desde la
idea de gremio artesanal, producto del dominio técnico y la habilidad manual.
En su suntuosidad, el arte es algo a lo que debemos temer a no responderle
adecuadamente. También que todo objeto que no sea producto de esos valores
tangibles sencillamente debe de ser desterrado de nuestras concepciones. Esto
tal vez es una coordenada para comprender cómo el colonialismo aun moldea
nuestras percepciones y la forma como se asume la idea de arte en Guatemala, cómo
supuestamente debe de ser producido, apreciado o consumido. El verdadero drama
radica en que cualquier intento por prescindir de esos asideros colonialistas
parece una tarea acaso imposible.
No obstante, contra toda
convención, pronóstico o atavismo, siempre aparecen expresiones, prácticas e
intentos por dar coherencia a ese concepto de arte que, según el filósofo
costarricense Pablo Hernández Hernández, se aleja cada vez más de la idea de
producción de objetos y se acerca más a la idea de proyectos artísticos, los
cuales generalmente se basan sobre las praxis sociales de la atención, la memoria
y la expectativa. En muchas de las obras presentes en la bienal se hace
evidente. Silvia Menchú y las integrantes de Ademkam proponen bordar una manta
en un sentido de sanación. El trabajo de este grupo de mujeres de Santa
Catarina Palopó, como la colección de objetos mayas de los hermanos Poyón, la
crítica cultural de Jimmie Durham o las mujeres trans invitadas por el artista
Carlos Motta, nos sugieren que las lógicas de producción han cambiado drásticamente.
En muchos sentidos cuestionan la mirada dominante en el arte, la que insiste en
separar lo inválido de lo supuestamente válido. También la rigidez de las
jerarquías de las sociedades patriarcales, al punto de proponer formas de
desregularizar el control sobre el cuerpo y la sexualidad. En general, muchos
de los proyectos en la bienal establecen un contradiscurso contra la
representación de la belleza, contra la representación, contra la mímesis. Quizá
la belleza esté en otra parte. Quizá “la belleza no está en la calidad del
trazo sino en la magnitud del acontecimiento”, como nos dice Zygmunt Bauman.
Quizás el arte contemporáneo cuestiona el rol del artista como “genio”,
construido desde el siglo XVIII, para que se piense no en la posibilidad de un
futuro sino a partir de su propio pasado; como lo sugieren los jóvenes “arbenzistas”
en Facebook.
¿Alguna vez
fuimos modernos?
La historia del arte moderno
sucedió como algo lineal e ininterrumpido. En esa línea de tiempo los “ismos”
se sustituían uno detrás de otro, en la propensión a buscar fundamentos o
certezas definitivas. La modernidad fue una construcción ideológica dominante
que definió la forma en que se debía asumir el progreso en el arte. Con la idea
unívoca de que eran indispensables los proyectos de la modernidad antes de
acceder a lo contemporáneo, el régimen moderno entró en crisis. ¿Dónde quedan
entonces las sociedades que no experimentaron los proyectos de modernidad como
lo experimentó Occidente? En Guatemala, el único proyecto de arte moderno
vinculado al Estado fue formulado desde la Revolución del 44, con el apoyo a
artistas y entidades descentralizadas (APEBA, AGEAR, Saker-Tí) que fueron
proscritas. Hoy día los pocos rastros que quedan de ese proyecto de modernidad
no se ven representados y mucho menos celebrados por las líneas de trabajo, las
agendas o las exposiciones de instituciones como el Museo Nacional de Arte
Moderno. Los proyectos arquitectónicos que podrían representar ciertas
aspiraciones o impulsos de modernidad carecen de un reconocimiento real y no
aparecen en el imaginario social como entes capaces de sugerir que existieron épocas
de cambios. En días pasados la opinión pública se desbordó cuando circuló la
noticia del evento de motocicletas en las veredas del Centro Cultural Miguel Ángel
Asturias. Era una clara metáfora de ese desprecio por la cultura y su memoria.
Sin embargo creo necesario cuestionar esos arranques momentáneos de devoción
por lo moderno. Antes del atropello, ¿cuál era el estado de las instalaciones
del Teatro Nacional y sus alrededores? Antes del vergonzoso suceso, ¿cuál era
el significado e incidencia real de este complejo arquitectónico en su condición
de emblema de modernidad?
Los movimientos artísticos que
asumieron la representación de la modernidad en el transcurso del siglo XX
subsistieron encapsulados pero no se detuvieron por el abandono institucional.
Se autogestaron desde la excepcionalidad, fueron articulados con el interés de
grupos intelectuales reducidos y sin mayor incidencia en el grueso de la
sociedad guatemalteca. Si durante la época revolucionaria hubo un intento serio
por llevar el arte a las aulas, a los planes educativos, y los intelectuales se
preguntaban sobre el “papel del artista frente a su tiempo”, las generaciones más
jóvenes de artistas deben enfrentar los efectos del vacío heredado e
institucional. Asombrosamente en Guatemala siempre surgen artistas
excepcionales. Los que están presentes en esta bienal y otros, responden a esa
contemporaneidad que nos preocupa con una fuerza inaudita, capaces de pensarse
cotemporáneamente en la vaguedad del propio término y sus contradicciones, en
la melancolía de su propia época, como reflejos a veces inexactos de nuestra
sociedad y sus circunstancias. Pensando en Walter Benjamin, “no es que somos
contemporáneos porque hemos dejado de estar en el pasado, somos contemporáneos
porque no hemos dejado de estar también en el pasado”, subraya Pablo Hernández.
Precisamente en eso consiste la contemporaneidad, en una época presente
atravesada por distintas temporalidades. Mi época, mi bestia.
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