jueves, 10 de julio de 2014

Explicando el arte contemporáneo a una liebre

Para muchos, el arte contemporáneo se refiere a una forma específica de hacer arte, a una estética o un mercado. O podría haber continuado siendo por algún tiempo “arte moderno producido por nuestros contemporáneos”. No obstante esa forma de pensamiento dejó de ser satisfactoria. Este ensayo, cuyo título toma como referencia la performance de Joseph Beuys “Cómo explicar el arte a una liebre muerta” (Dusseldorf, 1965) y cuyas premisas parten de la 19 Bienal de Arte Paiz, se pregunta, entre otras cosas,  qué significa ser un artista contemporáneo en Guatemala.

Por Rosina Cazali extraído de El Periódico Guatemala.

La semana pasada un grupo de personas, principalmente jóvenes, relacionados con la cultura, acaparó la atención en las redes sociales. Sobre sus muros de Facebook subieron fotografías en las que aparecían replicando el gesto del expresidente Jacobo Árbenz al momento de ser obligado a desnudarse en el aeropuerto antes de partir al exilio. Sesenta años después, con una camisa abierta y la mirada hacia el pasado, esta acción colectiva traía de vuelta las palabras de Cardoza y Aragón: “Pienso en Árbenz, nos habían derrotado, lo habían vejado en el aeropuerto de Guatemala, en él nos habían vejado a todos los guatemaltecos”.

La iniciativa de Martín Díaz Valdez, con el apoyo de Alejandro Anzueto, se transformó de inmediato en algo viral, en un gesto generacional que la curadora Edna Sandoval describe de la siguiente manera: “Y mi generación tiene esa brecha. Esa que nos permite alienarnos fácilmente de la historia que ataca a nuestros antepasados, ancestros y origen. Tiene la facilidad de diezmar la información que ya viene cuarteada y tomar juicios con muy poco y siguiendo a las masas más mediáticas. Mi generación tiene la facilidad de negar con la cabeza, con la rotunda respuesta de desapego, alegando que la memoria histórica es solo un relato heredado que no afecta nuestras circunstancias inmediatas”. La carga simbólica era evidente. En ningún lugar está escrito pero es imposible pasar por alto lo mucho que esa acción se parece a una… ¿performance? En realidad no creo que a los protagonistas del proyecto les importe establecer de manera tajante las distinciones, pero es un hecho que a muchos se nos antojó llamarlo arte contemporáneo. Tal vez porque las fronteras del arte han dejado de ser precisas. Tal vez porque actualmente resulta innecesario diferenciar entre el estatuto político de un gesto colectivo y el carácter paradójico de los fenómenos culturales contemporáneos. Tal vez por todo lo anterior y porque, en las últimas semanas, la idea del arte contemporáneo pasó de ser un motivo de reclamos a un tema que necesita ser pensado desde este contexto con urgencia.

Qué diablos es el arte contemporáneo

Ante todo, qué puede significar nombrarse artista contemporáneo en Guatemala. Desde ahí podemos llegar a comprender el origen de ciertos prejuicios, estereotipos e incluso manifestaciones hostiles que se vierten contra todo lo que se enuncia como manifestación de actualidad. En lo que se refiere a nuestro contexto, yo creo que estos se han venido elaborando sistemáticamente en las últimas dos décadas, principalmente en contra de experiencias locales que se inclinan a la experimentación, lo intangible o el conceptualismo. Sin embargo, cuando tenemos ante nuestros ojos proyectos tan sólidos como los presentados en la 19 Bienal de Arte Paiz, cuando nos percatamos de la movilidad que tienen muchos artistas en el exterior, del rico panorama que se gesta actualmente en el altiplano (Totonicapán, Quetzaltenango, Comalapa o San Pedro La Laguna), de la demanda cada vez más amplia de los jóvenes por espacios para exponer o aprender arte a pesar del inusitado vacío estatal, siempre en contra de la cultura y el arte, es más urgente revisar nuestras historias pasadas y recientes. Desde los festivales de Arte Urbano, pasando por Octubre Azul y la amplia plataforma para el arte que proveyó el Centro Cultural de España, hasta proyectos recientes como Kamin en Comalapa, Sótano 1 o manifestaciones eclécticas como Se Alquila, los últimos dieciseis años han sido de batallas ganadas, de descubrir que el arte puede ser cualquier cosa menos lo que nos habían dicho que debía ser. Sin embargo siempre emerge la duda: ¿podemos ser contemporáneos sin haber sido modernos?

Como explicó con vehemencia Arthur Danto en su conocido libro Después del fin del arte, la distinción entre lo moderno y lo contemporáneo no se esclareció hasta los años setenta y ochenta. El arte contemporáneo podría haber continuado siendo por algún tiempo “el arte moderno producido por nuestros contemporáneos”. No obstante esa forma de pensamiento dejó de ser satisfactoria y hasta se hizo evidente la necesidad de crear un nuevo término como lo fue posmoderno. Pero hoy la idea de arte contemporáneo se asume con mayor fluidez. El término parece convocar los acuerdos de “lo que puede ser” lo contemporáneo en el arte tanto como las paradojas temporales que provoca su mismo nombre. Para comenzar podríamos hacer un esfuerzo por responder las siguientes preguntas: ¿existe un arte específicamente contemporáneo? Cuando se dice arte contemporáneo, ¿nos referimos a un giro estético, filosófico, epistemológico que inaugura un tiempo completamente nuevo? ¿O sucede que, simplemente, la palabra se ha puesto de moda? Estas y otras preguntas fueron lanzadas hace poco por la crítica e historiadora del arte Andrea Giunta. Para mí las inquietudes de Andrea coinciden con mi propia inquietud. A principios del mes de mayo del presente año, el Museo de Arte y Diseño Contemporáneo (MADC), en San José, Costa Rica, me pidió dirigir un simposio que partía de una pregunta: “¿cuándo fue el día que nos hicimos contemporáneos?”. La pregunta se formuló con una carga irónica. Esta sugería la desautorización que se nos ha impuesto o incluso que nos autoimponemos para pensarnos contemporáneos desde sociedades como las nuestras. Una de las conclusiones más reveladoras y consensuadas entre los participantes tenía que ver con la misma dificultad de trascender la mirada histórica. Nos cuesta concentrarnos en el estudio de las tensiones conceptuales que el tema despierta. La historia, nuestras historias, registran sistemáticamente los itinerarios de los proyectos donde se han gestado las intensiones y aspiraciones de modernidad y contemporaneidad en el arte, sus logros y sus obras. Pero una reflexión sobre las matrices de percepción que dominan y esculpen nuestros aprecios o nuestros rechazos sobre las formas de arte más recientes siempre es un pendiente. La dificultad radica en la misma temporalidad del tema. Es casi imposible tomar distancia de lo que está sucediendo ahora pero desde este texto voy a tomar el riesgo.

En un plano muy general, lo que es evidente es que el término contemporáneo se ha generalizado y parece solo estar de moda. En los nuevos museos “contemporáneo ha remplazado a moderno”, en el plano del consumo de productos culturales la idea de contemporáneo se vincula al uso de tecnologías, formas de diseño, arquitecturas o formas de vestir. La palabra acompaña nombres de revistas, define formas de viajar, comer, beber o de habitar un hotel. Objetos utilitarios como los electrodomésticos se hacen trascendentes en la línea de lo contemporáneo y las galerías de arte que se enuncian con la palabra contemporáneo reconocen el poder del término. Este se asocia de inmediato a un pujante mercado que, en los últimos años, se desarrolla a través de ferias de arte, subastas, coleccionismos y un abanico muy amplio de eventos relacionados con el entretenimiento. En el orden del mundo del arte, la palabra contemporáneo parece estar dirigida a atender un nuevo gusto, a delimitar una serie de dinámicas y estéticas que connotan una forma de hacer arte exclusivo para conocedores, para un sector joven y atrevido, denota lo vanguardista y nombra algo que ha superado lo moderno. Sin embargo, en un país como Guatemala, donde la idea de modernidad no es palpable en el uso común de los hablantes, la palabra “contemporáneo” parece estar destinada a producir dudas y rechazos, como algo para “tomarnos el pelo”. Incluso suele despertar -como el dinosaurio de Monterroso- el ya viejo reclamo de lo que nos pertenece o nos representa. Pero, ¿qué es lo que supuestamente nos representa con exclusividad? ¿Acaso solo puede identificarnos la pintura de paisaje o las artesanías? ¿Por qué no pueden ser de manera simultánea una pintura de paisaje, las artesanías y una obra que nos invita a pensar de manera distinta sobre la pintura y, al mismo tiempo, sobre la alarmante contaminación del lago de Amatitlán?

Ethos barroco

La pintura, de hecho, es uno de los medios más permeables para ilustrar esta crítica. La pintura, como medio clásico y representación máxima de los valores plásticos y las bellas artes, actualmente es un significante en disputa. Se dice de manera ligera que la pintura ha muerto pero nada más lejos de la verdad. Además de ser una práctica ininterrumpida, la pintura siempre subyace como referente imprescindible en toda reflexión sobre el arte, sus límites y su trascendencia. Tal vez lo que se encuentra en el centro de ese reclamo radica en un “ethos barroco”. Déjenme aplicar este término que tomo prestado (e incluso resemantizo con descaro) de Bolívar Echeverría, para intentar desentrañar dónde se encuentra la raíz de ese prejuicio. No es un secreto que, desde la época de la colonia, nuestra subjetividad se encuentra permeada por la dimensión de lo barroco y lo suntuario de sus manifestaciones artísticas y religiosas. Ese ethos barroco, resultado de una historia fundacional, basada en la devastación, los despojos, las imposiciones y los pillajes culturales, se traduce actualmente en algo para contemplar a distancia, sumido en su horror vacui, sin posibilidad de ser cuestionado o de interactuar con él. Esto indica que, cuando se piensa en el arte, este solo puede ser un producto de la maestría y la genialidad. Desde la idea de gremio artesanal, producto del dominio técnico y la habilidad manual. En su suntuosidad, el arte es algo a lo que debemos temer a no responderle adecuadamente. También que todo objeto que no sea producto de esos valores tangibles sencillamente debe de ser desterrado de nuestras concepciones. Esto tal vez es una coordenada para comprender cómo el colonialismo aun moldea nuestras percepciones y la forma como se asume la idea de arte en Guatemala, cómo supuestamente debe de ser producido, apreciado o consumido. El verdadero drama radica en que cualquier intento por prescindir de esos asideros colonialistas parece una tarea acaso imposible.

No obstante, contra toda convención, pronóstico o atavismo, siempre aparecen expresiones, prácticas e intentos por dar coherencia a ese concepto de arte que, según el filósofo costarricense Pablo Hernández Hernández, se aleja cada vez más de la idea de producción de objetos y se acerca más a la idea de proyectos artísticos, los cuales generalmente se basan sobre las praxis sociales de la atención, la memoria y la expectativa. En muchas de las obras presentes en la bienal se hace evidente. Silvia Menchú y las integrantes de Ademkam proponen bordar una manta en un sentido de sanación. El trabajo de este grupo de mujeres de Santa Catarina Palopó, como la colección de objetos mayas de los hermanos Poyón, la crítica cultural de Jimmie Durham o las mujeres trans invitadas por el artista Carlos Motta, nos sugieren que las lógicas de producción han cambiado drásticamente. En muchos sentidos cuestionan la mirada dominante en el arte, la que insiste en separar lo inválido de lo supuestamente válido. También la rigidez de las jerarquías de las sociedades patriarcales, al punto de proponer formas de desregularizar el control sobre el cuerpo y la sexualidad. En general, muchos de los proyectos en la bienal establecen un contradiscurso contra la representación de la belleza, contra la representación, contra la mímesis. Quizá la belleza esté en otra parte. Quizá “la belleza no está en la calidad del trazo sino en la magnitud del acontecimiento”, como nos dice Zygmunt Bauman. Quizás el arte contemporáneo cuestiona el rol del artista como “genio”, construido desde el siglo XVIII, para que se piense no en la posibilidad de un futuro sino a partir de su propio pasado; como lo sugieren los jóvenes “arbenzistas” en Facebook.

¿Alguna vez fuimos modernos?

La historia del arte moderno sucedió como algo lineal e ininterrumpido. En esa línea de tiempo los “ismos” se sustituían uno detrás de otro, en la propensión a buscar fundamentos o certezas definitivas. La modernidad fue una construcción ideológica dominante que definió la forma en que se debía asumir el progreso en el arte. Con la idea unívoca de que eran indispensables los proyectos de la modernidad antes de acceder a lo contemporáneo, el régimen moderno entró en crisis. ¿Dónde quedan entonces las sociedades que no experimentaron los proyectos de modernidad como lo experimentó Occidente? En Guatemala, el único proyecto de arte moderno vinculado al Estado fue formulado desde la Revolución del 44, con el apoyo a artistas y entidades descentralizadas (APEBA, AGEAR, Saker-Tí) que fueron proscritas. Hoy día los pocos rastros que quedan de ese proyecto de modernidad no se ven representados y mucho menos celebrados por las líneas de trabajo, las agendas o las exposiciones de instituciones como el Museo Nacional de Arte Moderno. Los proyectos arquitectónicos que podrían representar ciertas aspiraciones o impulsos de modernidad carecen de un reconocimiento real y no aparecen en el imaginario social como entes capaces de sugerir que existieron épocas de cambios. En días pasados la opinión pública se desbordó cuando circuló la noticia del evento de motocicletas en las veredas del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias. Era una clara metáfora de ese desprecio por la cultura y su memoria. Sin embargo creo necesario cuestionar esos arranques momentáneos de devoción por lo moderno. Antes del atropello, ¿cuál era el estado de las instalaciones del Teatro Nacional y sus alrededores? Antes del vergonzoso suceso, ¿cuál era el significado e incidencia real de este complejo arquitectónico en su condición de emblema de modernidad?

Los movimientos artísticos que asumieron la representación de la modernidad en el transcurso del siglo XX subsistieron encapsulados pero no se detuvieron por el abandono institucional. Se autogestaron desde la excepcionalidad, fueron articulados con el interés de grupos intelectuales reducidos y sin mayor incidencia en el grueso de la sociedad guatemalteca. Si durante la época revolucionaria hubo un intento serio por llevar el arte a las aulas, a los planes educativos, y los intelectuales se preguntaban sobre el “papel del artista frente a su tiempo”, las generaciones más jóvenes de artistas deben enfrentar los efectos del vacío heredado e institucional. Asombrosamente en Guatemala siempre surgen artistas excepcionales. Los que están presentes en esta bienal y otros, responden a esa contemporaneidad que nos preocupa con una fuerza inaudita, capaces de pensarse cotemporáneamente en la vaguedad del propio término y sus contradicciones, en la melancolía de su propia época, como reflejos a veces inexactos de nuestra sociedad y sus circunstancias. Pensando en Walter Benjamin, “no es que somos contemporáneos porque hemos dejado de estar en el pasado, somos contemporáneos porque no hemos dejado de estar también en el pasado”, subraya Pablo Hernández. Precisamente en eso consiste la contemporaneidad, en una época presente atravesada por distintas temporalidades. Mi época, mi bestia. 

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