miércoles, 23 de julio de 2014

Presentación "Rucholaj Ulew K'aib'äl"

El grupo "Rumam Chamalkan" 
presenta su nueva obra escénica
"Rucholaj Ulew K'aib'äl"
Domingo 27 de julio de 2014
frente a atrio de Iglesia Católica
San Jorge La Laguna
Sololá a partir de las 10:30 hrs.

domingo, 13 de julio de 2014

Armonías ancestrales

Gratitud, alegrías,  oraciones y tristezas se convierten en notas sonoras al toque de tambores, flautas, violines, pitos y marimba. Desde la época de esplendor de la cultura maya, durante la Colonia y hasta la actualidad, una de las expresiones más características y notables de los pueblos indígenas es la música.

Por Prensa Libre
Los instrumentos musicales con los que se interpretan tradicionales melodías, y en ocasiones cantos, han estado siempre en rituales agrícolas, como la siembra y cosecha del maíz, la búsqueda del mundo espiritual y la musicalización de relatos históricos transmitidos de generación en generación.

Como sucede con el sincretismo religioso en Guatemala, los instrumentos de los que se desprenden las notas musicales autóctonas, han tenido su origen en la cultura maya o hispánica, pero indistintamente de dónde provengan, siguen siendo el medio para enlazar armonías, cosmogonías y realidades que mantienen vivos a los antepasados, pero que también sirven como un puente de comunicación mística.

Viene del cuerpo
La música instrumental probablemente no sea tan antigua como la vocal, y tendría su origen en el ámbito del ritual mágico, explica el musicólogo, compositor y director de orquesta Dieter Lehnhoff, en su libro Creación musical en Guatemala.

Los primeros instrumentos de percusión utilizados en la danza fueron las mismas partes del cuerpo: las manos para aplaudir rítmicamente, batir contra el pecho, muslos y glúteos, o los pies para crear ritmos al golpear el suelo.

Dos nutrientes
“El instrumentario musical maya precolombino consta principalmente de idiófonos, aerófonos y membranófonos, explica Lehnhoff. Los primeros producen el sonido por la vibración del propio cuerpo sin el uso de cuerdas, membranas o columnas de aire; por ejemplo, las maracas, caparazones de tortuga y tambores de hendidura como el tum o teponaztli.

Los aerofónos producen el sonido por la vibración del viento y de la masa de aire en su interior, como las flautas de caña o hueso llamadas xul en idiomas mayas; pitos y mirlitones, caracoles marinos (strombus gigas) y trompetas largas de madera, como se ve en los murales de Bonampak o utilizadas en el siglo XIX en las representaciones del Rabinal Achí, en Baja Verapaz.

Los membranófonos son los instrumentos cuyo sonido lo produce la vibración de una membrana tensa llamada parche, hecha de piel o sintética, como los huehuetl o tambores de uno o dos parches, antiguamente de piel de venado, que se tocaba con las manos, y ahora con baquetas forradas de caucho en uno de los extremos.

Entre el aporte hispano a los instrumentos autóctonos está el adufe, especie de tambor existente en el área queqchí, y la chirimía, ambos de origen árabe. El violín, que se conoce como rabé o rabel, y el arpa y guitarrilla.

La marimba diatónica o sencilla constituye un tema en sí, pero basta indicar que según investigadores este tipo de instrumento no existe en otra parte del mundo. Esta originó la marimba cromática o de doble teclado llamada cuache o gemela, cuya adaptación se atribuye a los maestros Julián Paniagua y Sebastián Hurtado, en 1894.

El tum
Es un cilindro de madera de hormigo vaciado,  con una ranura en forma de H.  Se toca percutándolo con una baqueta con cabeza de caucho. En la antigüedad su toque era guerrero.  En la fotografía, el tum usado para la música de la danza prehispánica del Rabinal Achí, que se representa en Rabinal, Baja Verapaz.

Sonido aviar 
Los instrumentos de viento iq’ o xul, incluyen ocarinas y flautas de barro. Imitan el trino de los pájaros.

Tambor  y  chirimía
 Cojom es la palabra en  kaqchikel para designar al tambor. Es un cilindro de madera cubierto en sus extremos por dos piezas o parches de piel de cordero y res, antiguamente de piel de venado, que se golpea con baquetas con cabezas cubiertas de caucho.  La chirimía, de origen moro, fue traída  a estas tierras por los españoles.  es un instrumento de caña doble: un cilindro metálico introducido en otro de madera con seis agujeros. Su sonido, producido por una lengüeta doble de hoja de palma se parece al del oboe. Su toque es totalmente ritual.

Adufe y violín
 Llegaron a    Guatemala con los  españoles. El adufe, de origen árabe, es un marco de madera de un pie por lado, forrado por ambas caras  de piel de  venado o cabra, que se percuta con los dedos y la mano.  El violín  conocido como rabé o rabel, tenía  cuerdas  fabricadas del intestino de la res o gato, actualmente se le adaptan las cuerdas  metálicas para  guitarra.  Tomás Cuxum y Pío Ixtecoc, de Rabinal,  Baja Verapaz, llevan 37 años tocando estos instrumentos.

Marimba sencilla 
Se deriva de la de tecomates.  De origen mesoamericano, su estructura tonal corresponde  a las teclas blancas  del piano.

Flauta y tamborcillo
En  idioma achi’, la música producida por estos instrumentos se conoce como motzaj ajeq’ab —música para el cielo—. Alberto Burrero (80), de Rabinal, Baja Verapaz, la  interpreta cuando llega el solsticio, para recibir el sol  cada día, en las colinas o el campanario del templo  católico.

jueves, 10 de julio de 2014

Explicando el arte contemporáneo a una liebre

Para muchos, el arte contemporáneo se refiere a una forma específica de hacer arte, a una estética o un mercado. O podría haber continuado siendo por algún tiempo “arte moderno producido por nuestros contemporáneos”. No obstante esa forma de pensamiento dejó de ser satisfactoria. Este ensayo, cuyo título toma como referencia la performance de Joseph Beuys “Cómo explicar el arte a una liebre muerta” (Dusseldorf, 1965) y cuyas premisas parten de la 19 Bienal de Arte Paiz, se pregunta, entre otras cosas,  qué significa ser un artista contemporáneo en Guatemala.

Por Rosina Cazali extraído de El Periódico Guatemala.

La semana pasada un grupo de personas, principalmente jóvenes, relacionados con la cultura, acaparó la atención en las redes sociales. Sobre sus muros de Facebook subieron fotografías en las que aparecían replicando el gesto del expresidente Jacobo Árbenz al momento de ser obligado a desnudarse en el aeropuerto antes de partir al exilio. Sesenta años después, con una camisa abierta y la mirada hacia el pasado, esta acción colectiva traía de vuelta las palabras de Cardoza y Aragón: “Pienso en Árbenz, nos habían derrotado, lo habían vejado en el aeropuerto de Guatemala, en él nos habían vejado a todos los guatemaltecos”.

La iniciativa de Martín Díaz Valdez, con el apoyo de Alejandro Anzueto, se transformó de inmediato en algo viral, en un gesto generacional que la curadora Edna Sandoval describe de la siguiente manera: “Y mi generación tiene esa brecha. Esa que nos permite alienarnos fácilmente de la historia que ataca a nuestros antepasados, ancestros y origen. Tiene la facilidad de diezmar la información que ya viene cuarteada y tomar juicios con muy poco y siguiendo a las masas más mediáticas. Mi generación tiene la facilidad de negar con la cabeza, con la rotunda respuesta de desapego, alegando que la memoria histórica es solo un relato heredado que no afecta nuestras circunstancias inmediatas”. La carga simbólica era evidente. En ningún lugar está escrito pero es imposible pasar por alto lo mucho que esa acción se parece a una… ¿performance? En realidad no creo que a los protagonistas del proyecto les importe establecer de manera tajante las distinciones, pero es un hecho que a muchos se nos antojó llamarlo arte contemporáneo. Tal vez porque las fronteras del arte han dejado de ser precisas. Tal vez porque actualmente resulta innecesario diferenciar entre el estatuto político de un gesto colectivo y el carácter paradójico de los fenómenos culturales contemporáneos. Tal vez por todo lo anterior y porque, en las últimas semanas, la idea del arte contemporáneo pasó de ser un motivo de reclamos a un tema que necesita ser pensado desde este contexto con urgencia.

Qué diablos es el arte contemporáneo

Ante todo, qué puede significar nombrarse artista contemporáneo en Guatemala. Desde ahí podemos llegar a comprender el origen de ciertos prejuicios, estereotipos e incluso manifestaciones hostiles que se vierten contra todo lo que se enuncia como manifestación de actualidad. En lo que se refiere a nuestro contexto, yo creo que estos se han venido elaborando sistemáticamente en las últimas dos décadas, principalmente en contra de experiencias locales que se inclinan a la experimentación, lo intangible o el conceptualismo. Sin embargo, cuando tenemos ante nuestros ojos proyectos tan sólidos como los presentados en la 19 Bienal de Arte Paiz, cuando nos percatamos de la movilidad que tienen muchos artistas en el exterior, del rico panorama que se gesta actualmente en el altiplano (Totonicapán, Quetzaltenango, Comalapa o San Pedro La Laguna), de la demanda cada vez más amplia de los jóvenes por espacios para exponer o aprender arte a pesar del inusitado vacío estatal, siempre en contra de la cultura y el arte, es más urgente revisar nuestras historias pasadas y recientes. Desde los festivales de Arte Urbano, pasando por Octubre Azul y la amplia plataforma para el arte que proveyó el Centro Cultural de España, hasta proyectos recientes como Kamin en Comalapa, Sótano 1 o manifestaciones eclécticas como Se Alquila, los últimos dieciseis años han sido de batallas ganadas, de descubrir que el arte puede ser cualquier cosa menos lo que nos habían dicho que debía ser. Sin embargo siempre emerge la duda: ¿podemos ser contemporáneos sin haber sido modernos?

Como explicó con vehemencia Arthur Danto en su conocido libro Después del fin del arte, la distinción entre lo moderno y lo contemporáneo no se esclareció hasta los años setenta y ochenta. El arte contemporáneo podría haber continuado siendo por algún tiempo “el arte moderno producido por nuestros contemporáneos”. No obstante esa forma de pensamiento dejó de ser satisfactoria y hasta se hizo evidente la necesidad de crear un nuevo término como lo fue posmoderno. Pero hoy la idea de arte contemporáneo se asume con mayor fluidez. El término parece convocar los acuerdos de “lo que puede ser” lo contemporáneo en el arte tanto como las paradojas temporales que provoca su mismo nombre. Para comenzar podríamos hacer un esfuerzo por responder las siguientes preguntas: ¿existe un arte específicamente contemporáneo? Cuando se dice arte contemporáneo, ¿nos referimos a un giro estético, filosófico, epistemológico que inaugura un tiempo completamente nuevo? ¿O sucede que, simplemente, la palabra se ha puesto de moda? Estas y otras preguntas fueron lanzadas hace poco por la crítica e historiadora del arte Andrea Giunta. Para mí las inquietudes de Andrea coinciden con mi propia inquietud. A principios del mes de mayo del presente año, el Museo de Arte y Diseño Contemporáneo (MADC), en San José, Costa Rica, me pidió dirigir un simposio que partía de una pregunta: “¿cuándo fue el día que nos hicimos contemporáneos?”. La pregunta se formuló con una carga irónica. Esta sugería la desautorización que se nos ha impuesto o incluso que nos autoimponemos para pensarnos contemporáneos desde sociedades como las nuestras. Una de las conclusiones más reveladoras y consensuadas entre los participantes tenía que ver con la misma dificultad de trascender la mirada histórica. Nos cuesta concentrarnos en el estudio de las tensiones conceptuales que el tema despierta. La historia, nuestras historias, registran sistemáticamente los itinerarios de los proyectos donde se han gestado las intensiones y aspiraciones de modernidad y contemporaneidad en el arte, sus logros y sus obras. Pero una reflexión sobre las matrices de percepción que dominan y esculpen nuestros aprecios o nuestros rechazos sobre las formas de arte más recientes siempre es un pendiente. La dificultad radica en la misma temporalidad del tema. Es casi imposible tomar distancia de lo que está sucediendo ahora pero desde este texto voy a tomar el riesgo.

En un plano muy general, lo que es evidente es que el término contemporáneo se ha generalizado y parece solo estar de moda. En los nuevos museos “contemporáneo ha remplazado a moderno”, en el plano del consumo de productos culturales la idea de contemporáneo se vincula al uso de tecnologías, formas de diseño, arquitecturas o formas de vestir. La palabra acompaña nombres de revistas, define formas de viajar, comer, beber o de habitar un hotel. Objetos utilitarios como los electrodomésticos se hacen trascendentes en la línea de lo contemporáneo y las galerías de arte que se enuncian con la palabra contemporáneo reconocen el poder del término. Este se asocia de inmediato a un pujante mercado que, en los últimos años, se desarrolla a través de ferias de arte, subastas, coleccionismos y un abanico muy amplio de eventos relacionados con el entretenimiento. En el orden del mundo del arte, la palabra contemporáneo parece estar dirigida a atender un nuevo gusto, a delimitar una serie de dinámicas y estéticas que connotan una forma de hacer arte exclusivo para conocedores, para un sector joven y atrevido, denota lo vanguardista y nombra algo que ha superado lo moderno. Sin embargo, en un país como Guatemala, donde la idea de modernidad no es palpable en el uso común de los hablantes, la palabra “contemporáneo” parece estar destinada a producir dudas y rechazos, como algo para “tomarnos el pelo”. Incluso suele despertar -como el dinosaurio de Monterroso- el ya viejo reclamo de lo que nos pertenece o nos representa. Pero, ¿qué es lo que supuestamente nos representa con exclusividad? ¿Acaso solo puede identificarnos la pintura de paisaje o las artesanías? ¿Por qué no pueden ser de manera simultánea una pintura de paisaje, las artesanías y una obra que nos invita a pensar de manera distinta sobre la pintura y, al mismo tiempo, sobre la alarmante contaminación del lago de Amatitlán?

Ethos barroco

La pintura, de hecho, es uno de los medios más permeables para ilustrar esta crítica. La pintura, como medio clásico y representación máxima de los valores plásticos y las bellas artes, actualmente es un significante en disputa. Se dice de manera ligera que la pintura ha muerto pero nada más lejos de la verdad. Además de ser una práctica ininterrumpida, la pintura siempre subyace como referente imprescindible en toda reflexión sobre el arte, sus límites y su trascendencia. Tal vez lo que se encuentra en el centro de ese reclamo radica en un “ethos barroco”. Déjenme aplicar este término que tomo prestado (e incluso resemantizo con descaro) de Bolívar Echeverría, para intentar desentrañar dónde se encuentra la raíz de ese prejuicio. No es un secreto que, desde la época de la colonia, nuestra subjetividad se encuentra permeada por la dimensión de lo barroco y lo suntuario de sus manifestaciones artísticas y religiosas. Ese ethos barroco, resultado de una historia fundacional, basada en la devastación, los despojos, las imposiciones y los pillajes culturales, se traduce actualmente en algo para contemplar a distancia, sumido en su horror vacui, sin posibilidad de ser cuestionado o de interactuar con él. Esto indica que, cuando se piensa en el arte, este solo puede ser un producto de la maestría y la genialidad. Desde la idea de gremio artesanal, producto del dominio técnico y la habilidad manual. En su suntuosidad, el arte es algo a lo que debemos temer a no responderle adecuadamente. También que todo objeto que no sea producto de esos valores tangibles sencillamente debe de ser desterrado de nuestras concepciones. Esto tal vez es una coordenada para comprender cómo el colonialismo aun moldea nuestras percepciones y la forma como se asume la idea de arte en Guatemala, cómo supuestamente debe de ser producido, apreciado o consumido. El verdadero drama radica en que cualquier intento por prescindir de esos asideros colonialistas parece una tarea acaso imposible.

No obstante, contra toda convención, pronóstico o atavismo, siempre aparecen expresiones, prácticas e intentos por dar coherencia a ese concepto de arte que, según el filósofo costarricense Pablo Hernández Hernández, se aleja cada vez más de la idea de producción de objetos y se acerca más a la idea de proyectos artísticos, los cuales generalmente se basan sobre las praxis sociales de la atención, la memoria y la expectativa. En muchas de las obras presentes en la bienal se hace evidente. Silvia Menchú y las integrantes de Ademkam proponen bordar una manta en un sentido de sanación. El trabajo de este grupo de mujeres de Santa Catarina Palopó, como la colección de objetos mayas de los hermanos Poyón, la crítica cultural de Jimmie Durham o las mujeres trans invitadas por el artista Carlos Motta, nos sugieren que las lógicas de producción han cambiado drásticamente. En muchos sentidos cuestionan la mirada dominante en el arte, la que insiste en separar lo inválido de lo supuestamente válido. También la rigidez de las jerarquías de las sociedades patriarcales, al punto de proponer formas de desregularizar el control sobre el cuerpo y la sexualidad. En general, muchos de los proyectos en la bienal establecen un contradiscurso contra la representación de la belleza, contra la representación, contra la mímesis. Quizá la belleza esté en otra parte. Quizá “la belleza no está en la calidad del trazo sino en la magnitud del acontecimiento”, como nos dice Zygmunt Bauman. Quizás el arte contemporáneo cuestiona el rol del artista como “genio”, construido desde el siglo XVIII, para que se piense no en la posibilidad de un futuro sino a partir de su propio pasado; como lo sugieren los jóvenes “arbenzistas” en Facebook.

¿Alguna vez fuimos modernos?

La historia del arte moderno sucedió como algo lineal e ininterrumpido. En esa línea de tiempo los “ismos” se sustituían uno detrás de otro, en la propensión a buscar fundamentos o certezas definitivas. La modernidad fue una construcción ideológica dominante que definió la forma en que se debía asumir el progreso en el arte. Con la idea unívoca de que eran indispensables los proyectos de la modernidad antes de acceder a lo contemporáneo, el régimen moderno entró en crisis. ¿Dónde quedan entonces las sociedades que no experimentaron los proyectos de modernidad como lo experimentó Occidente? En Guatemala, el único proyecto de arte moderno vinculado al Estado fue formulado desde la Revolución del 44, con el apoyo a artistas y entidades descentralizadas (APEBA, AGEAR, Saker-Tí) que fueron proscritas. Hoy día los pocos rastros que quedan de ese proyecto de modernidad no se ven representados y mucho menos celebrados por las líneas de trabajo, las agendas o las exposiciones de instituciones como el Museo Nacional de Arte Moderno. Los proyectos arquitectónicos que podrían representar ciertas aspiraciones o impulsos de modernidad carecen de un reconocimiento real y no aparecen en el imaginario social como entes capaces de sugerir que existieron épocas de cambios. En días pasados la opinión pública se desbordó cuando circuló la noticia del evento de motocicletas en las veredas del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias. Era una clara metáfora de ese desprecio por la cultura y su memoria. Sin embargo creo necesario cuestionar esos arranques momentáneos de devoción por lo moderno. Antes del atropello, ¿cuál era el estado de las instalaciones del Teatro Nacional y sus alrededores? Antes del vergonzoso suceso, ¿cuál era el significado e incidencia real de este complejo arquitectónico en su condición de emblema de modernidad?

Los movimientos artísticos que asumieron la representación de la modernidad en el transcurso del siglo XX subsistieron encapsulados pero no se detuvieron por el abandono institucional. Se autogestaron desde la excepcionalidad, fueron articulados con el interés de grupos intelectuales reducidos y sin mayor incidencia en el grueso de la sociedad guatemalteca. Si durante la época revolucionaria hubo un intento serio por llevar el arte a las aulas, a los planes educativos, y los intelectuales se preguntaban sobre el “papel del artista frente a su tiempo”, las generaciones más jóvenes de artistas deben enfrentar los efectos del vacío heredado e institucional. Asombrosamente en Guatemala siempre surgen artistas excepcionales. Los que están presentes en esta bienal y otros, responden a esa contemporaneidad que nos preocupa con una fuerza inaudita, capaces de pensarse cotemporáneamente en la vaguedad del propio término y sus contradicciones, en la melancolía de su propia época, como reflejos a veces inexactos de nuestra sociedad y sus circunstancias. Pensando en Walter Benjamin, “no es que somos contemporáneos porque hemos dejado de estar en el pasado, somos contemporáneos porque no hemos dejado de estar también en el pasado”, subraya Pablo Hernández. Precisamente en eso consiste la contemporaneidad, en una época presente atravesada por distintas temporalidades. Mi época, mi bestia. 

domingo, 6 de julio de 2014

Mujeres hacen teatro: obra Ixkik está en escena


El grupo femenino de teatro Ajchowen, que en kaqchikel significa "artistas", lleva a cabo presentaciones en las que mezclan el arte con la tradición, y la lucha social y política de las mujeres indígenas.

Por Prensa Libre

SOLOLÁ.- Ajchowen es el primer grupo de teatro femenino de Sololá, que aprovecha la oportunidad y coyuntura para llevar a escena costumbres y cosmogonía de la población kaqchikel, como se puede apreciar en la obra Ixkik.

Clara Alicia Sen Sipac, integrante de Ajchowen, contó que el grupo surgió en el 2012, cuando un conjunto de mujeres que  participó en varios  talleres de pintura, música, danza y otras artes, en el Centro Cultural Sotz'il Jay, optaron por incursionar en el teatro.

Para prepararse intervinieron en talleres sobre artes escénicas, y ahora promueven la recuperación de la memoria ancestral de su cultura y los derechos de los pueblos originarios.

Sen Sipac detalló que la obra Ixkik plasma conocimientos colectivos de mujeres indígenas, pues lleva a escena la sabiduría ancestral de las grandes abuelas.

Trama
Ixkik está basada en  el personaje del Popol Vuh, la doncella de Vuh Ixkik o Ixquic, madre virgen de los héroes gemelos  Hunahpú e Ixbalanqué.

El grupo Ajchowen hace una versión actualizada del personaje, pero Ixkik todavía tiene que enfrentar las fuerzas del inframundo para proteger a su hija  Ixb'alamkej y defender a la madre tierra.

Los papeles principales son protagonizados por Mercedes Francisca García Ordóñez, como Ixmukané; Clara Alicia Sen Sipac, Ixkik; Julia Inés Mucum Iboy, Ixb'alamkej, y Lila Elizabeth Cumes González, Xib'alba'.

Mensaje positivo
García Ordóñez informó que hacer arte es dificultoso; sin embargo, con esta iniciativa han incursionado en la vida actual y dejan un mensaje positivo a la nueva generación.

Relató que han participado en varias obras, con otros miembros de Sotz'il, pero en la obra Ixkik solo participan mujeres porque está dedicada a ellas.

Refirió que han presentado esta obra en Panajachel, invitadas por  la Asociación de Mujeres Tierra Viva; en Santa María Visitación, durante la conmemoración del Día Internacional de la No Violencia contra la Mujer, y en la ciudad de Sololá, para el encuentro de líderes y lideresas comunitarias.

También se presentaron con la organización Lagun Artean, en Costa Rica, y en el Festival de Teatro y Danza, y en el Centro Cultural de España, en la capital.

Colaboración
En el reparto son apoyadas por el centro Sotz'i Jay, que les facilita vestuario, escenografía, dramaturgia, dirección y formación.

Mucum Iboy expuso que el teatro indígena les recuerda que los seres humanos solo consiguen la trascendencia si se acercan a la Madre Tierra para valorarla. "Con ese acercamiento a la naturaleza y a su sabiduría oculta, nos acercaremos también a la esencia de la vida", añadió.

Daniel Fernando Guarcax González, del grupo Sotz'il, expuso que es a través del arte, y en especial del teatro, que las mujeres son parte de la lucha social y política indígena.
El grupo cuenta con el apoyo de  la Cooperación Alemana.

Vela por tradiciones
El Centro Cultural Sotz'il Jay, que apoya al grupo de teatro femenino Ajchowen, está ubicado en  El Tablón,  cabecera de Sololá,  donde imparte cursos de dibujo, pintura, escultura, poesía, música, danza y teatro. Además, promueve la investigación y fomenta las tradiciones indígenas.

Fue fundado hace más de 12 años por un grupo de jóvenes artistas kaqchikeles, quienes escogieron el nombre de Sotz'il porque el  Sotz —murciélago— es como un totem para ellos, pues es mencionado en el Memorial de Sololá, según relató en su oportunidad Augusto Guarcax,  integrante del grupo.

viernes, 4 de julio de 2014

"La máquina y los esqueletos o viceversa"


Presentación de obra experimental 
"La máquina y los esqueletos o viceversa"
 
Viernes 4 de julio 2014
20:00 horas 
"Yantra Estudios" 13 calle "A" 11-20 zona 1
 
Creación colectiva
Actúan: Claudio Padilla e mua, 
Dirige Evelyn Price